En una época marcada por grandes cataclismos demográficos a causa de guerras, hambrunas y letales epidemias como fue la Edad Media, si hubo algo cotidiano —por lo inexorable—, fue la relación de su sociedad con la muerte. Los penitenciales de la época relatan los ritos y plegarias que acompañaban a los difuntos en su último aliento: instantes postreros que el arte tradujo, con igual empeño, de manera visual. Iluminaciones de manuscritos, relieves en sepulcros, capiteles, frisos, pinturas murales o
vidrieras reproducen este tránsito, en ocasiones de manera amplia, secuenciando cada momento del proceso, en otras de manera más sintética con imágenes escuetas, pero perfectamente codificadas y entendibles por la gente. A través de ellas se ve cómo la muerte a veces se presenta de forma súbita, pero otras es anunciada; cómo duele; cómo “huele”; cómo es escenificada y hasta cómo puede “ser vestida” a pesar de presentarse desnuda y descarnada. Y, aunque son conscientes de que la muerte iguala todo y a todos, su representación no es tan igualitaria. No faltan ejemplos que ilustran los óbitos de santos, eclesiásticos de alto rango, reyes y nobles, pero el arte es mucho más rácano a la hora de reproducir los mismos momentos en el resto de la población. Pero, eso sí, fuera quien fuese el difunto o el soporte elegido para la imagen, en todos los casos subyace una misma preocupación: la del destino último del alma.