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La muerte iguala a los hombres, pero desde tiempo inmemorial los integrantes de las élites han transgredido esa realidad. Durante el siglo XV lo hicieron los miembros del estamento nobiliario a lo largo y ancho de occidente y sus testamentos revelan el guion de la arquitectura que concibieron para su tránsito al más allá. Gracias a ellos conocemos si sus artífices eligieron una escenografía sobria para el funeral y para el espacio destinado a cobijar su sepulcro (comprendido el propio monumento) o, por el contrario, se decantaron por un despliegue ritual y formal gobernado por la opulencia. La espiritualidad del noble fue determinante en ambas opciones. De ahí la distancia que existe entre los panteones nobiliarios conocidos. En estas fundaciones memoriales convivieron el ansia de permanencia en la tierra mediante el simulacro escultórico del difunto dispuesto sobre el sarcófago, y el ansia de la salvación a la que debían de contribuir las celebraciones litúrgicas cobijadas en la capilla funeraria y destinadas a la salud de su alma.